Columna de Gonzalo Cordero: Adiós siglo XX



Santos Discépolo lo definió como problemático y febril, cual novela policial comenzó con un crimen, el día que Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, desencadenando el horror que después se repetiría con las peores atrocidades de que es capaz el ser humano: campos de concentración, gulags, bombas nucleares, napalm. Millones de personas exterminadas por los totalitarismos.

También es el siglo en que descubrimos cómo salvar masivamente la vida -es difícil llamar medicina a lo que existió antes- y en que desarrollamos armas capaces de exterminar toda forma de existencia sobre el planeta. La crisis de los misiles en Cuba fue el primer momento en que el mundo se enfrentó dramáticamente al riesgo de lo impensable, haciendo evidente que la humanidad requeriría en el futuro de liderazgos con un nivel de responsabilidad completamente nuevo.

Así, mientras mayor era el poder y su concentración, más importante se volvía la voz de la autoridad, de personas que, ya fueran gobernantes con divisiones o sin ellas, al decir de Napoleón, eran capaces de levantarse por encima de su tiempo y marcar un rumbo con valor e integridad, en ese reducido grupo está Churchill, Havel, Mandela, Juan Pablo II, Thatcher, Reagan y, desde luego, la Reina Isabel.

Es extraño que, en el siglo de la democracia y los totalitarismos, pueda elevarse alguien cuya posición va, en principio, en el sentido contrario de la historia, porque la monarquía es de otra época, un resabio de la antigüedad que el constitucionalismo redujo, en el mejor de los casos, a un mero símbolo o a una colección de personajes que, salvo excepciones como Felipe VI, en su mayoría cumplen más bien un papel decorativo.

Entre todos, y a mucha distancia, brilla la imagen de Isabel II. Nada más gráfico que la manera imperceptible en que se convirtió en “La Reina”, personaje único cuya característica más distintiva fue guiar su vida por la noción del deber, asumiendo el imperativo de consagrar su larga existencia a su país y la gran nación que la conforma.

Encarnó una identidad que se remonta a mil años atrás, cuando la invasión normanda configuró la fisonomía de las islas británicas. Así, su fidelidad al deber y la tradición la convirtieron lentamente, mientras pasaban líderes y se levantaban y caían muros, en una figura especial; de alguna manera, si se me permite el atrevimiento, era también nuestra Reina, la de todos los que creemos que respetar la cultura, las instituciones y los valores que hemos heredado es un deber de fidelidad con los antepasados y de responsabilidad con los que vendrán.

¿Qué puede saber o comprender un típico millennial de todo esto? Muy poco, se percibe en su silencio, creen que sus valores son superiores y que el pasado es una colección de errores que ellos vienen a enmendar. Esa anciana, más noble por su carácter que por estirpe, fue uno de los mejores símbolos del valor de la tradición y con su partida cerramos la última página de ese siglo problemático y febril.

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