Columna de Oscar Contardo: La república por conveniencia



Ocurre cada tanto. Frente a una sugerencia de cambio institucional más o menos discutible, alguien anuncia que, de llevarse a cabo, provocaría un daño irreparable a la república. Lo dice como si la sola prevención significara un argumento definitivo. Durante muchos años tan sólo el gesto de enunciar críticas sobre la manera en que funcionaba nuestro sistema de convivencia democrática, el atrevimiento de deslizar la posibilidad de un cambio, era considerado por sectores conservadores de derecha y de izquierda como el proyecto de una demolición que debía detenerse en el acto, porque de cobrar fuerza nos arriesgaba a un peligro mayor del que sólo nos salvaría mantener todo tal cual estaba. Cultivar la inmovilidad perpetua era el camino para el éxito. La irritación era peor aún cuando las ideas se transformaban en propuesta, entonces la reacción pasaba del ninguneo a la burla (era lo mismo que fumar opio) y de la censura a la indignación por el atrevimiento. No había razones para explorar ajustes que respondieran a los signos de fatiga de la maquinaria: ni los datos sobre el desprestigio de las instituciones, ni los miserables niveles de confianza en los partidos políticos, ni las marchas multitudinarias, ni las perspectivas frustradas de las nuevas generaciones, ni el abstencionismo electoral creciente. Todas esas señales existían desde hace más de una década, sin embargo, ninguna de ellas pesaba lo suficiente como para plantear modificaciones que aliviaran la tensión que se hacía evidente.

Quienes tenían el poder de empujar cambios buscaron refugio en la negación, una actitud que cultivan como si en eso consistiera hacer política.

Para ellos el secreto de la estabilidad involucra dosis variables de evasión de los acontecimientos, por lo que, enfrentados a los cambios, en lugar de ofrecer argumentos y explicaciones razonadas para sus críticas, eligen el atajo sencillo: los rechazan de plano y advierten que plantear determinadas modificaciones pone en peligro la república. Lo sostienen sin acompañar el pronóstico fatal con una explicación sobre los contextos y las responsabilidades que ellos mismos tuvieron en haber llegado al punto de una crisis como la que se inició en 2019: el desprestigio de las instituciones no era un berrinche de la ciudadanía surgido por alguna causa desconocida, sino la respuesta ante la evidente podredumbre ética de quienes habían sido elegidos para darles un porvenir a sus representados. En la distancia entre una cosa y la otra había un foso relleno de dietas millonarias, boletas de Penta y SQM; abusos económicos de todo tipo; promesas rotas; acomodos de parientes, padrinos y ahijados; leyes a la medida de auspiciadores; intereses cruzados, y un blindaje institucional que permite a los pillos seguir en ejercicio sin que a nadie se le mueva un pelo. Los contrapesos no se notaron. La inmoralidad se transformó en un gancho de audiencia para los paneles políticos de televisión, y los hechos, en un estorbo para lograr el objetivo de fondo: bloquear cambios. En su momento, muy pocos de quienes ahora alertan sobre la inconveniencia de las propuestas incluidas en el borrador de la Constitución que está siendo elaborada por la Convención se refirió al daño que durante décadas se les provocaba a las instituciones sacando provecho privado de ellas. Nada de eso dañaba la república lo suficiente como para haber puesto el grito en el cielo antes. Para qué hacerse mala sangre. Ahora, en cambio, el proyecto de reemplazo del Senado por una cámara regional distinta, significa un estado de alarma que usa como caja de resonancia la precariedad de la información disponible sobre el asunto, y en el caso actual, la crisis social y económica por la que atraviesa el país. No hay más argumentos que repetir que “la república” está bajo amenaza porque determinada demanda o cambio rompería con “una tradición centenaria”. Muchas frases hechas que resultan sospechosas a la luz de la historia reciente, sobre todo si las lanzan quienes no se han hecho cargo del desprestigio en el que está sumergido el Congreso, por algo la alternativa de una Convención Constitucional mixta fue un fracaso. Frente a ese desprestigio han reaccionado con bastante menos energía y aplomo que con el desplegado para frenar proyectos como el que reducía la dieta parlamentaria.

La manera en que gran parte de la derecha se aferró al Rechazo en el plebiscito de entrada, sugiriendo que lo mejor era “reformar” (cuando nunca antes quisieron hacerlo), la relegó a una representación insignificante sin poder de veto. Quienes se negaron a los cambios ahora acusan sentirse excluidos de un debate que, por lo que han demostrado, tampoco quieren tener, y una vez más apuestan a bloquear el paso anunciando el rechazo al plebiscito de salida. Para un sector, debatir sólo vale la pena cuando no es necesario enfrentar los hechos de la realidad, cuando no se asumen responsabilidades en el curso que tomó nuestra democracia desde 2019, cuando lo único que resulta decente o apropiado es imponer la voluntad propia. Sin duda, el debate podría haber sido más amplio si los sectores más conservadores no se hubieran atrincherado en un rechazo permanente y sin tregua, levantando una polvareda de desprestigio dañina para todos.

Una Convención Constitucional como la que hoy existe es algo nuevo en nuestra historia republicana. Lo que sí tiene una larga tradición es la reticencia a distribuir el poder más allá de los círculos heredados de la Colonia, y una tendencia centenaria a considerar que la sensatez se alcanza esparciendo miedo y boicoteando transformaciones.

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