
Sinfonía de la subterránea alegría

Una orquesta sinfónica es una reunión de instrumentos que no tendrían por qué haberse dado cita. La historia de cada uno de ellos remite a lugares distantes entre sí y tiempos remotos. Son el resultado de siglos de maderas, metales y curtiembres especiales, oídos delicadísimos y manos dedicadas. Porque, junto a cada instrumento hay siempre un monje o monja que ha permanecido miles de horas acariciándolo, remeciéndolo o hasta golpeándolo, según hiciera falta. Y como cada uno de esos instrumentos es en sí mismo una galaxia con su ciencia propia incluida, una orquesta sinfónica tiene algo de cruce improbable de jauría y rebaño, una selección de parejas en razón de especie, la que pintó El Bosco en “El embarque en el arca” (la de Noé, por cierto).
Domésticos (violines), salvajes (timbales) y bravíos (trompetas), grandes (xilófonos y tubas), medianos (violas y oboes), pequeños (flautas, triángulos) y minúsculos (castañuelas), algunos de ellos absolutamente dentro del búnker flotante, otros a medias (como los clarinetes que son pájaros) o en torno a su desplazamiento en la tormenta (los violines, que son peces). De la misma manera, hay en una sinfónica instrumentos demasiados suyos, otros que comparte fijos (órganos), mientras los hay pesados y eclécticos (pianos), leales (cellos), prestados (las guitarras eléctricas y baterias de Bernstein o los de percusión africana que incluyó Orff en sus niñerías).
Hace unos días, a metros del epicentro de la orgía idolátrica (que por cuanto orgía tiene progenitor moroso), de la que oportunistas voyeristas (sí, rima) se atrevieron a participar sin lucir estado físico, la Universidad de Chile inauguró un salón subterráneo espectacular para que esta reunión berliociana de todas las especies pueda seguir aconteciendo.
Siempre me ha parecido que toda universidad debe tener un conjunto de cámara, al menos, o editorial (Pres) para no quedar confinada a un ranking de sabor abstracto. La Chile, a la que tanto hemos criticado por su pluralismo deteriorado, ha tomado la batuta y dirigido un concierto ejemplar en el que los soplidos, las tensiones de brazos y puños, los movimientos abruptos, golpes, transiciones del huracán a la brisa, el cataclismo al temblor, el mar embravecido a calmo, los gritos de la multitud sublimada en el coro de Beethoven y Schiller que defraudó a los graves con la alegría (que en el fondo es la libertad), han encontrado un lugar de recogimiento. Para que los que apenas sabemos hablar nos quedemos callados y escuchemos a los que saben, porque la naturaleza los ha favorecido, la sociedad bien conducido, el trabajo, mejorado, y las bocas cerradas, respetado.
La música es una diosa cuyo hechizo reúne “lo que el mundo separó”. ¡Bravo!
Lo he dicho hasta la majadería: debemos siempre encontrar en las inmediaciones del mal, el bien. Junto al ruido, la música.
Si no, será porque acaso ya nos habrá encerrado en casa el zoológico disperso y ensordecido de los tambores desprovistos de sinfónica.
Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP
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