Columna de Daniela Lagos: After life; la hora de la tristeza

La historia ya no es sólo de duelo y depresión, sino también de empatía y de recordar que las personas no somos islas.


El viernes pasado llegó a Netflix la segunda temporada de After life, una de las buenas series de la plataforma en 2019 y que -sin demasiada publicidad y valiéndose más del boca a boca- se convirtió en uno de sus éxitos en Chile, sin duda en gran parte gracias al comediante inglés Ricky Gervais, que es su creador, productor, guionista, director y protagonista, y que logró combinar su humor incorrecto y muchas veces brutal con genuina emoción, tristeza y empatía.

Su personaje es Tony, un hombre que recientemente enviudó y para quien todo ha perdido el sentido. Tras la muerte de Lisa, con quien parecía llevar una vida de risas y bromas, Tony decide que va a hacer y decir lo que se le de la gana, hasta que le llegue la muerte que tanto quiere. Sus días se pasan entre ir a trabajar a ratos a un periódico local que sólo cubre historias irrelevantes -y recordarle esto a sus compañeros de trabajo tanto como puede-, ir a visitar a su padre que no lo recuerda, insultar a quienes se crucen en su camino, conversar con el drogadicto y la prostituta del pueblo y con una viuda con quien se hacen amigos en el cementerio, además de ver viejos videos caseros de su esposa mientras bebe.

Así, en la primera temporada vemos el viaje de Tony desde el borde del abismo a una visión algo menos nihilista. Al final de ese recorrido ha invitado a salir a una mujer, ha decidido que no va a ser tan negativo con quienes no se lo merezcan y que hará algún intento por ser feliz. El problema es que en el inicio del segundo ciclo nos damos cuenta que esto no es tan fácil; salir de una depresión así parece no ser un asunto de voluntad.

Con seis nuevos capítulos ya disponibles en la plataforma de streaming, After life sin duda sigue siendo una serie triste, bonita y a ratos muy divertida, que en capítulos de media hora entrega reflexiones sobre la vida entre escenas absurdas y personajes de caricatura. Todavía logra conectarnos con la tristeza de su protagonista sin volverse una serie melosa y llena de clichés, y sin duda vale la pena verla, pero con el tránsito de Tony desde una conformidad con su depresión -y por tanto ninguna búsqueda para salir de ella- a las ganas que tiene ahora de “mejorarse”, viene una serie menos liviana y más triste, porque ahora es alguien que quiere estar bien pero no lo logra, para quien la pena es más fuerte que las ganas y que el trabajo que está dispuesto a hacer (que de todas formas no es demasiado).

Para acompañarlo en esta ruta están de vuelta todos los personajes secundarios, los adorables, los detestables y los simplemente raros, que complementan y le dan color a una historia que no es sólo de duelo y depresión, sino también de empatía y de recordar que las personas no somos islas, que hay cariños, preocupaciones, conexiones humanas y momentos compartidos que hacen que valga la pena seguir, aunque no sea fácil.

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