Los mundos en conflicto de Jorge González o cómo es la nueva serie de Los Prisioneros

Este sábado 15 llega a la plataforma Movistar TV una nueva ficción sobre la historia del conjunto, la que parte en su era de fama, obviando sus inicios colegiales. Una historia cubierta por las fuertes contradicciones del cantante, por el rol fundamental que jugaron las mujeres en la vida de sus miembros y por los conflictos a los que los arrojó la fama. Un relato en combustión permanente y que habilitará de inmediato sus ocho capítulos. Aquí, una reseña de los tres primeros, a los que tuvo acceso Culto.


Sobre el tercer capítulo de la serie Los Prisioneros de Movistar TV, Jorge González -encarnado por Aron Hernández- se enfrenta al acertijo más conciso pero más difícil que debe resolver todo grupo en el curso de su historia: ¿cuál es la identidad del trío sanmiguelino?

Su novia de esos días, la diseñadora Jacqueline Fresard (Dindi Jane), parte de la clase alta y de la elite artística santiaguina, intenta poner al cantante frente al espejo para que al final el resultado sea pura dualidad: “Tenís cara de chileno pero tenís los ojos azules. Eres sudaca y odias a los argentinos. Tu papá es obrero y te casaste con una cuica. Esa es la identidad de Los Prisioneros. ¡Y cantas rock en castellano! Eres la contradicción con patas y eso es lo bonito”.

El cantante no se lo toma bien pero da igual: en esa enumeración que narra la dicotomía de su propia personalidad está la médula de la nueva producción que intenta indagar sobre la carrera del conjunto. Ahí se sintetiza de forma acelerada lo que al menos en un principio quiere trazar y transmitir la ficción elaborada por la productora Parox.

En rigor, en ese cara a cara con sus mundos en choque se pueden desprender tres vértices que cubren la historia: las contradicciones de González y sus batallas cruentas con su entorno y con él mismo; la relevancia de las mujeres en el destino que escribieron Los Prisioneros; y los dilemas con los que finalmente todo el trío tropezó siendo figuras ya célebres y reconocidas.

Aron Hernández interpretando a Jorge González en la serie Los Prisioneros. Créditos imagen: @ArayaCorvalán
Aron Hernández interpretando a Jorge González en la serie Los Prisioneros. Créditos imagen: @ArayaCorvalán

Porque Los Prisioneros elude los orígenes románticos de la banda en el Liceo 6 de San Miguel -tres adolescentes que sueñan con tocar algún instrumento y ser como Kiss o los Beatles- para de inmediato situarse en la era de fama y exposición de González, Narea y Tapia, sin preámbulos, sin pasajes introductorios, yendo de inmediato a las secuencias donde, más que el candor de los inicios, está el estallido irrefrenable en que se convertirían sus respectivas vidas. Los conflictos antes que los anhelos.

De hecho, la historia parte en 1985, cuando ya habían editado su debut La voz de los 80 y se presentan en un sitio llamado La Peña de Chile -de innegable similitud con el Café del cerro, epicentro del canto nuevo local en los 80-, y los asistentes empiezan a pifiarlos y tirarles cosas por encontrarlos un grupo de nulo compromiso con el cancionero poético, de raíz y de sensibilidad antidictadura que se explotaba en esos lugares.

“Mejor chulo resentido que ser burgués y lana. Cuando vienen los argentinos se comen todas sus canciones de mierda”, les responde González, en una lucha que en la vida real también mantuvo con los exponentes del canto nuevo y que quedó materializada en el hit Nunca quedas mal con nadie.

En ese mismo año, la serie también muestra el otro polo: cuando son invitados a Sábados Gigantes, símbolo de la oficialidad televisiva y de palataforma inofensiva con los tiempos que corrían para el país. González tampoco quiere asistir. “¡No querís tocar para nadie po Jorge!”, arremete Miguel Tapia (Bernabé Madriagal). Nuevamente la contradicción como ADN del personaje central.

Días después acepta a regañadientes -motivado también por las necesidades económicas de Narea, cuya novia está embarazada- y en el propio espacio de Canal 13, donde son tratados con desdén y miradas de sospecha, sufren otro golpe a su identidad: la producción del espacio de Don Francisco les impide tocar Sexo. Ese veto también sucedió en la historia real del conjunto.

En rigor, el propio paso de Los Prisioneros por el programa simbolizó en su momento ese limbo por donde siempre caminaron, a medio camino entre sus principios y su estrellato masivo. En 1985, el arrastre de la banda se daba ampliamente en circuitos artísticos, universitaros y hasta intelectuales de la ciudad. Jóvenes que nunca habían pisado San Miguel, pero bien informados y maravillados con su sonido poco pulcro y frenético, bajaban hasta sus conciertos o llegaban hasta la disquería Fusión de Providencia -que editó su primer álbum- para adquirir su música.

En rigor, el público al que ellos pertenecían o al que de alguna forma decían representar, el de las clases populares del país, los empezó a ver en vivo con mayor frecuencia precisamente a partir de sus visitas a vitrinas de la TV tan hegemónicas en esos años como Sábados Gigantes.

“¿Y tú no vas a decir nada?”

De ese modo, quien mejor representa la colisión de González con un universo al que no pertenece es el personaje de Jacqueline Fresard, su novia desde 1984 y con quien se casó años más tarde. Aquí tampoco hay escenas de contexto o raccontos: la diseñadora aparece de pronto como una bisagra hacia un mundo acomodado, de discotecas sofisticadas, artistas a la moda, actrices de TV y vacaciones en balnerios caros. Nuevamente el músico está frente a las dos caras de su vida.

De hecho, cuando están en una fiesta en el barrio alto, el personaje de Patricia Rivadeneira (Mariana Di Girolamo) -amiga de Fresard y parte del colectivo Las Cleopatras- se acerca a él y lo encara: “¿Y tú no vas a decir nada, que en Chile se mata y se tortura gente?”. Es simbólico que el emplazamiento venga en un desangelado local lleno de glamour y estética moderna del sector oriente de la capital y no desde una concentración política o desde una marcha contra Augusto Pinochet. Otra vez es González descascarado en toda su humanidad.

Las Cleopatras - Serie Los Prisioneros. Créditos imagen @ArayaCorvalán
Las Cleopatras - Serie Los Prisioneros. Créditos imagen @ArayaCorvalán

Lo mismo cuando deben negociar la salida de un nuevo álbum con el sello EMI, a cargo de un ejecutivo argentino (Gastón Pauls) que les promete éxito a cambio de moderar sus letras inflamadas en gasolina política y social. Los tres músicos junto al mánager Carlos Fonseca -a quien se presenta como un tipo de rol más secundario en la banda- aceptan.

Al menos en los tres primeros capítulos, todo el guión está volcado hacia González, con algunos contrapuntos muy mínimos con las figuras de Tapia y Narea (Andrew Bargsted). De hecho, a este último se lo muestra como un hombre más cotidiano, preocupado de su familia, tocando la guitarra en reuniones caseras cuando se toma once, mientras en paralelo su compañero se empapa de la vanguardia capitalina.

Son también las vidas paralelas que darán origen a los posteriores conflictos entre ambos, ya deslizados en los primeros episodios, donde se exhibe un cortocircuito creciente empujado por los reproches, las distintas maneras de encarar la vida y la música, e incluso una silenciosa e indescifrable tensión que surge entre ellos. En el peak más rudo de los enfrentamientos, Narea trata a su amigo de “dictador”.

Y en su caso, su esposa Claudia Carvajal (Florencia Crino) se convierte en el refugio para la vida en la ruta. Más que la llave hacia un trayecto distinto, es la tranquilidad hogareña que no le ofrece su vida en gallito permanente con su compañero de grupo.

Florencia Crino interpretando a Claudia en la serie Los Prisioneros. Créditos imagen @ArayaCorvalán
Florencia Crino interpretando a Claudia en la serie Los Prisioneros. Créditos imagen @ArayaCorvalán

Un González que por momentos parece más reflexivo que el volcán en frecuente erupción de la vida real, en una interpretación correcta de Aron Hernández. Al meno en un comienzo, los roles de Narea y Tapia -que no presentan gran parecido físico con los originales- carecen de mayor espesor y se muestran como meras compañías para el devenir trazado por el líder musical.

El hombre que a cada minuto está sometido a las guerras intestinas que libró como la mayor estrella del rock chileno. Una cornisa íntima que incluso siguió transitando hasta su adultez.

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