Columna de Matías Rivas: Tres palabras amenazadas

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AMOR: Su definición es una tarea imposible que, sin embargo, acometen los poetas y filósofos con útil porfía. Es un concepto en permanente metamorfosis, que necesitamos pensar, pese a su fluidez. Está vinculado con los credos que cada época tiene sobre la intimidad y las emociones sociales. Es decir, sobre cómo el poder intenta acotar el espectro del deseo. Reprimir y ordenar las pasiones es inútil. El amor es resistente a los esclarecimientos acerca de su índole. Debe ser rodeado, pues los estereotipos no sirven para dilucidar su esencia.

Alain Badiou indica que, en el mundo contemporáneo, el amor se encuentra acorralado, asediado y bajo amenaza. Es una tarea de la filosofía defenderlo y reinventarlo. Lo hace en una extensa entrevista convertida en libro, titulada Elogio del amor. En ella explica que la verdad de uno no es igual a la que emana de dos: “Cualquier amor aporta una prueba de que el mundo puede ser encontrado y experimentado fuera de una conciencia solitaria”.

Recuerda Badiou una idea de Jacques Lacan que deja resonancias: “Mientras el deseo se dirige hacia el otro, de una manera siempre un poco fetichista, hacia las zonas elegidas, como los senos, las nalgas, el pene… el amor se dirige al ser mismo del otro, tal como ha surgido, en mi vida rota y recompuesta”.

La ficción del amor prediseñado está de moda hace rato. Las aplicaciones para encontrar pareja son la máxima expresión. Con ellas se evitan encuentros inconducentes, aseguran que ambos, al menos, se gustan. Son un filtro para evitar el riesgo inherente a la pasión, dulce y amarga, tal como recuerda Anne Carson en un célebre ensayo.

Quizá esta palabra se ocupa más livianamente. Parece ser menos relevante que las opciones de género cuando se habla de parejas. El erotismo se ha reubicado en el silencio. La ambigüedad y el doblez son esenciales en la seducción, desde esas zonas se despliega el cuerpo. Hoy son territorios sembrados de dudas, que están siendo limitados con una moral nueva. No estoy en condiciones de emitir juicios sobre ella, salvo constatar que en estas circunstancias se hace menos pronunciable el amor.

INDIVIDUO: Referirse a alguien como individuo es despectivo, pasado de moda, hay otras maneras de llamar a las personas. Es un término que está asociado al aislamiento. Suena desangelado, cercano a lo policial. Individualizar es un verbo que tiene que ver con la delincuencia.

En el mejor caso, son así designados los que quieren estar apartados de la vida en comunidad, los mañosos que defienden su espacio con egoísmo. Afirman su yo en medio del nosotros. Y con esa posición irritan.

No siempre fue así, basta recordar el poema de Nicanor Parra Soliloquio del individuo, publicado el año 1954, para darse cuenta que fue una palabra con sustancia. Es un texto hipnótico, con resonancias antropológicas y metafísicas, que habla del eterno retorno. El anarquismo de Parra reside en su atención a lo inútil y lo ridículo que esconde la esperanza en el progreso. Luego de enunciar el desarrollo del mundo, solo queda de pie el ermitaño: “Yo soy el Individuo. / Bien. / Mejor es tal vez que vuelva a ese valle, / A esa roca que me sirvió de hogar, / Y empiece a grabar de nuevo, / De atrás para adelante grabar / El mundo al revés. / Pero no: la vida no tiene sentido”.

Ese ermitaño fue una figura atractiva, se le atribuía un especial conocimiento del ego, una sabiduría obtenida por el cultivo del estoicismo. En el presente, la fobia a los demás es un defecto grave, la timidez y el ensimismamiento tienen nombres de patologías. No querer ser parte de un grupo es una enfermedad.

MISTERIO: La transparencia ha opacado los secretos. Es demasiado aquello que no se puede pronunciar por vergüenza o miedo. El deseo es la primera víctima, y la privacidad la segunda. Ambas están en un limbo, siendo revisadas por la corrección. La búsqueda de la pureza, el afán por tener un currículum pulcro, impiden reconocer el misterio.

Hay personalidades que generan interés, poseen un aura magnética: paradójicos, impredecibles, fieles a sí mismos y a las estrategias del recelo. Estos caracteres son inusuales en la narrativa y en el pop actual. Hay un orgullo asociado al misterio que se afirma en una estética oscura que está en retirada. La noche y el negro son sus símbolos.

A los artistas que practican el activismo no les interesa el misterio. A los periodistas tampoco les llaman la atención los sujetos en sí mismos, sus temperamentos. Eligen las tramas del poder o las opiniones sobre la contingencia.

Uno de los efectos más usados en el repertorio del misterio es el suspenso. El cine de Alfred Hitchcock es una de sus expresiones más perfectas. Distinto es su temple si lo comparamos con tantas series cuyo argumento suele estar centrado en una psicología previsible, como si el inconsciente no existiera. Los finales no importan, no agitan la respiración, son soluciones de continuidad para la próxima temporada.

El pasado y la memoria son ámbitos donde nada es como se cree. Las apariencias no solo engañan, sino que se desvanecen con los años. La lectura de la historia ayuda a desentrañar las incógnitas que impregnan ciertos períodos o personajes, aunque es imposible agotarlas.

Lo oculto abunda sin que se le preste interés. No por respeto a lo privado, sino por falta de curiosidad. La literatura enseña que la existencia está traspasada por “lo siniestro”, que aparece en escena sin que se lo invoque. Freud le dedica un ensayo a esta noción y toma como ejemplo un relato fantástico de E. T. A. Hoffmann. Los que leyeron El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso, o conocen las leyendas chilotas que filmó Raúl Ruiz, saben que lo recóndito, velado y turbio habita en los sujetos más allá de distinciones de cualquier especie.

El arte trabaja con esa naturaleza dionisiaca, que no es rastreable por métodos sociológicos. Se presenta de forma imprevisible y cobra nombres tan distintos como inspiración, lucidez o desastre. Estar conectado con las grietas privadas, ayuda a intuir las pulsiones subterráneas que nos asaltan. Otorga, además, la libertad para observar la fugacidad y no darle ni un instante a los lateros.

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