Enrique Krauze en su nuevo libro: “Conocer a Enrique Lihn fue una inmersión directa en la vida cultural bajo la dictadura”

El historiador mexicano Enrique Krauze.

El historiador mexicano repasa su vida y su trayectoria en su nuevo libro de conversaciones, Spinoza en el Parque México. Una autobiografía intelectual desarrollada durante siete años de entrevistas con el escritor José María Lacalle. Bajo el permiso de Tusquets Editores, acá adelantamos un fragmento sobre su visita a Chile en 1979, a seis años del golpe.


Y fueron a Santiago, en los tiempos de Pinochet…

La recuerdo como una ciudad espectral. Todavía se veían las huellas del bombardeo. «Allí enfrente es La Moneda, donde mataron a Allende», nos dijo el botones del hotel. Habían pasado seis años desde el golpe, pero un letrero anunciaba que el edificio seguía «en reparación». El diario El Mercurio anunciaba que «Su Excelencia» (Augusto Pinochet) presentaría ese día un proyecto de reforma educativa que ampliaba la cobertura de la enseñanza técnica. El Congreso también estaba «en reparación» y no se nos permitió la entrada. Pero para nosotros lo importante era averiguar cómo sobrevivían los escritores en esa circunstancia. Y vimos al poeta Enrique Lihn. Conocerlo fue una inmersión directa en la vida cultural bajo esa dictadura. Nos citamos en un hotel. Estaba por cumplir 50 años. Recuerdo su melena ensortijada y su actitud inquieta, sombría, por momentos exaltada y también irónica. Lihn volteaba constantemente a los lados para ver si alguien espiaba. Hablaba muy bajo. Nos dijo que había apoyado sin cortapisas a «aquel país» (el nombre de Cuba era impronunciable), pero el caso Padilla y la actitud de Castro durante la invasión a Checoslovaquia lo distanciaron.

Lihn había apoyado a la Unidad Popular pero desde un principio reprobó la revolución cultural que muchos intelectuales impulsaron desde el poder. Ahora para ellos Lihn no era más que un «liberaloide podrido». Nos pintó un panorama cultural desolador. El libro se había vuelto un artículo de lujo sobre cuya producción y distribución se ejercía una censura feroz. Las manifestaciones críticas que habían resistido un poco más eran obras de teatro como Hojas de Parra, escenificada en una carpa. En ella se satirizaba al régimen con textos de Nicanor Parra. Pero el lugar se convirtió en sitio de reunión de sectores intelectuales opuestos al gobierno y Pinochet decidió quemarlo. Otra forma del arte disidente pasaba por las artes plásticas, pero era engañoso imaginar que en Chile existía una simiente de disidencia organizada: solo respuestas individuales. Sobre todo lo indignaba la actitud de los chilenos del exilio. En mi crónica referí lo que nos dijo:

¿Cuál es el costo de lo que escriben los de afuera? Todos quieren hacer la gran novela del golpe e inventar una epopeya que justifique su situación personal: «Corría la sangre por las calles», escribe uno que no vio ni una mancha de sangre en su camisa y que salió, seguramente, para dejar a la esposa o burlar a los acreedores.

Lihn creía que fuera de Chile los escritores hacían una literatura fácil en medio de una vida no muy difícil. No aceptaba concederles superioridad moral alguna sobre los que padecían al régimen desde dentro, y mucho menos justificaba la utilización de esa circunstancia para crear una literatura menor. Frente a la opresión, la literatura debía expresar la realidad (psicológica, social). Un cometido más difícil, más importante, más sutil, que el de lamentarla.

"Lihn y los exiliados internos de Chile construyeron los andamios de la transición de 1989. Fueron más eficaces que los atentados contra Pinochet".

¿Había otros escritores en esa condición?

Muerto Neruda, quedaban dos célebres coetáneos de Octavio Paz: Gonzalo Rojas y Nicanor Parra. Ninguno tenía incidencia mayor. El primero había vivido en Europa del Este y se hallaba exiliado en Venezuela. Parra –anarquista hasta la médula– no compartía del todo la postura de su famosa hermana Violeta, pero tampoco colaboró con la dictadura. En ese contexto, Lihn –nacido en 1929– era la cabeza de la oposición cultural. Sobre la precaria condición de los escritores en exilio interno, nos dio un texto de su mujer, Adriana Valdés, publicado ese mismo mes en la revista Mensaje, órgano del episcopado. Se titulaba «Escritura y silenciamiento». Su objeto era recordar a la crítica latinoamericana que, a pesar de la dictadura, en Chile seguía existiendo una literatura que no escapaba a la realidad, que no mostraba la menor complacencia con el régimen y lo enfrentaba de un modo tan subversivo como la mejor literatura del exilio. La palabra sobrevivía al silenciamiento. Era muy dura la situación de Lihn. En 1982 nos enviaría un poema contra la dictadura que estaba ya en prensa cuando Octavio recibió una llamada suya rogándole no publicarlo por temor a la represalia de Pinochet. Mi amigo Tulio Demicheli, quien trabajaba en la redacción y la gerencia de Vuelta, paró las prensas y tuvimos que tirar esa edición y sustituir el poema.

Queda en el ambiente la idea de que los exiliados eran lo mejor de cada país, y que quien se queda no vale la pena.

Y la dinámica misma alimenta esa distorsión: un expatriado se convierte en promotor internacional (conferencias, cátedras, etcétera) en distintos países y va sembrando la misma idea. En Vuelta combatimos esa ridícula pretensión de superioridad. Un día nos llegó una carta del profesor chileno Fernando Alegría. Protestaba contra una crítica que había hecho Guillermo Sucre sobre su edición del Canto general, de Neruda. La carta decía que, dadas las circunstancias por las que atravesaban los chilenos en la resistencia y en el exilio, decididos a derrocar al fascismo y a devolverle a Chile sus libertades democráticas, era ilegítimo y deshonesto publicar esa crítica. Alegría se erigía en algo así como la conciencia del exilio chileno. Publicamos su carta con una nota previa de Octavio: «Desde los cañaverales de Beverly Hills en Hollywood, donde practica la guerrilla contra Pinochet, nos escribe Fernando Alegría».

Las posiciones políticas de Edwards y Lihn eran de algún modo similares.

Lo que ambos querían, lo que queríamos en Plural y Vuelta, lo que defendía Paz en sus polémicas con la izquierda, era la verdadera tercera vía, es decir, la democracia con libertad, entendida como un sistema que se aparta de la dictadura militar y del extremismo revolucionario.

Nadie conocía como Edwards lo que es habitar ese terreno incómodo. Cuando se publicó originalmente, Persona non grata no encontró editores en países de Europa, por su crítica a Castro. ¡Qué impropio! Como Sartre en 1950 con los crímenes de Stalin, había que ocultar la verdad del lado bueno para «no hacer el juego» al lado malo. Solo era lícito hablar de la represión en Chile, no en Cuba. En el prólogo a una nueva edición de su libro (lo tengo a la mano, la primera la había censurado un poco él mismo) describió aquella atmósfera maniquea: «Se practicaba, con bombos y platillos, la indignación unilateral: moral hemipléjica, paralizada del costado izquierdo».

Edwards decía haber aprendido que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la ribera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. «Esclavos de la consigna», como había dicho Vicente Huidobro. Ese aprendizaje de Edwards era también el nuestro. En la medida en que fue el primero que se atrevió a hablar con la verdad sobre Cuba, Edwards –el embajador de Allende ante Cuba, el amigo, secretario y biógrafo de Neruda– padeció antes que nadie esa soledad del escritor crítico de las dictaduras de derecha, pero estigmatizado por la clerecía de la izquierda por señalar hechos incómodos de los regímenes de izquierda, incluido el de Allende.

Jorge Edwards: “¿Mataron a Neruda? No me lo puedo creer… O tal vez fue así”
"Cuando se publicó originalmente, Persona non grata no encontró editores en países de Europa, por su crítica a Castro".

¿Circuló Persona non grata en Chile en los primeros años de Pinochet?

No circuló, porque su epílogo ofendía a la Junta. Solo se autorizó un tiraje limitado en 1978. Cuando Edwards hablaba de primera mano sobre Cuba acertaba, pero cuando revelaba historias de horror en Chile cometía un «acto de lesa patria». Esa misma posición incómoda era la de Lihn. Posición incómoda y estrategia modesta, persistente, cuya racionalidad pasó la prueba de la historia, porque Lihn y los exiliados internos de Chile construyeron los andamios de la transición de 1989. Fueron más eficaces que los atentados contra Pinochet. Aprendí en ese viaje que la cultura es el verdadero soft power contra la dictadura. Por desgracia, Lihn no pudo atestiguar ese momento. Murió de cáncer en 1988, un año antes de la elección presidencial. Pero Edwards sí vivió y ha vivido para recrear la vida del poeta Lihn en la novela La casa de Dostoievsky. Yo la he leído como una coda a Persona non grata. ¿La conoces? En el centro de la novela está el momento traumático en que Lihn atestigua el proceso contra Heberto Padilla. Era su amigo. Pero la historia de su regreso en 1971 a Chile no fue tampoco tersa. La novela es un vértigo de pasiones, con personajes inverosímiles. Uno de ellos era Gerardo de Pompier, heterónimo del propio Lihn, no solo un personaje literario sino un personaje que el propio Lihn actuaba en la vida real. No había que sorprenderse con este teatro de la vida: su gran amigo de juventud era Alejandro Jodorowsky. La dictadura no podía aprisionar ese impulso de libertad que Lihn encarnaba y promovía en publicaciones fugaces, en rudimentarios samizdat, en hojas sueltas, en happenings. Edwards recrea esa vida en los límites, tan azarosa como su súbita enfermedad y tan extraña como su acercamiento postrero a Carlos Altamirano, el gran sacerdote del socialismo chileno. Y es que Lihn no quería morir al amparo de la Iglesia católica sino de la iglesia socialista.

¿Qué otros autores chilenos vivieron esa condición de ser criticados por la iglesia socialista habiendo sido socialistas?

Te mencioné a Gonzalo Rojas. Me impresionó su testimonio sobre el desgarramiento que había implicado ser un intelectual de izquierda que se atreve a criticar a Cuba. Está en sus memorias.

Pero le dolía más su doble excomunión: de la Universidad de Concepción (que era su hogar desde los 50) por ser de izquierda y de la iglesia socialista por criticar a Cuba y convertirse por ello en «enemigo del pueblo».

Desde André Chénier hasta Ósip Mandelstam, los poetas son los acorralados por el poder.

«Pobres poetas –escribió Rojas–, ¿nunca aprenderemos la condición de desollado vivo, del animal a la intemperie que somos por naturaleza frente a lo efímero del poder?» Pero lo más extraño es que, igual que Lihn, al final de su larga vida, también Gonzalo Rojas fue a Cuba, para buscar su absolución. Misterio teológico.

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