Columna de Daniel Matamala: Un pedestal vacío

Foto: Luis Sevilla


8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Mientras miles de manifestantes se congregan en torno a Plaza Baquedano para protestar contra el machismo y la discriminación, un grupito de hombres, disfrazados con overoles blancos, se sube a la estatua del general Baquedano. Premunidos con sierras, comienzan a cortar las patas del caballo.

“¡Que se vayan pa’ la casa!”, les gritan las mujeres desde abajo. Inmutables, los hombres de overol siguen intentando derribar una estatua de cuatro toneladas sobre una multitud de mujeres que les pide retirarse.

“En dos de sus patas se realizaron cortes casi en la totalidad del diámetro, por lo que la escultura quedó con un inminente peligro de caída. Más grave aun, dejó en peligro a las personas que puedan encontrarse cerca del monumento”, dijo el secretario técnico del Consejo de Monumentos Nacionales, Erwin Brevis, al explicar la decisión de retirar la estatua.

¿Pensaron los vándalos de overol la tragedia que podían desatar? ¿Les importaba acaso herir o matar a esas mujeres que protestaban contra la violencia machista? Al parecer, no mucho, si eso les permitía conseguir el trofeo que los haría ganadores de su guerra particular.

Unos días antes, el Ejército había publicado un comunicado en que trataba de “antichilenos” a quienes atacaban la estatua, una expresión que en el pasado la dictadura usó para detener, torturar y asesinar a seres humanos de carne y hueso. No se ha escuchado al Ejército llamar “antichilenos” a los criminales de ese régimen, ni tampoco a quienes, dentro de esa misma institución, roban fondos públicos destinados a resguardar la seguridad nacional.

El gobierno se mostró comprensivo ante ese acto de deliberación, y el ministro de Defensa dejó una ofrenda floral en la plaza. Días después, un grupo de exmilitares llegó a la rotonda en un acto de homenaje. Entre ellos estaba un criminal condenado por la justicia por torturar a compatriotas, algo que no inquietó a los asistentes. Ni el gobierno, ni el Ejército, ni los exmilitares defensores de la estatua han mostrado preocupación similar por los chilenos muertos, heridos, mutilados o cegados en este y otros lugares por agentes del Estado. Para ellos no ha habido ofrendas florales ni actos oficiales de desagravio.

Las vidas humanas importan poco. El verdadero Baquedano, una figura histórica compleja, aun menos. Lo que vale es el trofeo: derribarlo, fortificarlo, fotografiarse con él, como lo hizo el presidente Piñera aprovechando el toque de queda.

El viernes, ya con Baquedano fuera de la plaza, Carabineros cerró el perímetro con un gran cerco humano. La imagen de 800 policías resguardando un pedestal vacío resume el absurdo de esta guerra imaginaria.

No es que los monumentos no importen. Claro que importan, porque, además de su valor patrimonial y artístico, representan los mitos fundantes y los discursos predominantes en una sociedad. Y también, por su ausencia, a los acallados y excluidos: las capitales regionales de Chile tienen 356 monumentos de hombres y apenas 29 de mujeres.

La historia que cuentan nuestras estatuas es casi exclusivamente masculina, y se centra en la creación de un Estado centralizado que se expandió por las armas hacia el sur, con la mal llamada “pacificación” de la Araucanía, y hacia el norte, con la Guerra del Pacífico. En esa historia Baquedano es un hito relevante, y cuando la dictadura de Ibáñez lo instaló en el punto neurálgico de Santiago en 1928, ese discurso era hegemónico.

Cada época tiene sus estatuas. Y cada una tiene que decidir cómo hacer las paces con su historia. Durante la transición, a los poderes públicos les pareció una buena idea instalar un memorial al ideólogo de la dictadura, Jaime Guzmán, frente a Plaza Baquedano. Sólo la oposición de los vecinos logró moverlo a Las Condes.

La controversia por Baquedano, dice la historiadora Consuelo Figueroa, “visibiliza disputas de largo aliento entre diferentes proyectos de nación que quedaron subsumidos bajo la mirada hegemónica de una historia que se impuso como la única admisible”. En el sur han caído estatuas de conquistadores españoles, y en todo el mundo políticos, exploradores y militares han visto sus efigies cuestionadas o derribadas mientras se discute su papel histórico.

Estos debates se agudizan en épocas de cambio social. Ciertos símbolos tradicionales, como la bandera y el himno, nos siguen convocando. Otros emergentes, como el Wenüfoye (bandera mapuche), o la reivindicación de personajes de la cultura y el arte, también toman un cariz de unidad nacional.

Algunos quieren devolver cuanto antes a un restaurado Baquedano y su caballo Diamante al pedestal. Otros pretenden instalar allí algún símbolo del estallido de octubre. Hay quienes proponen figuras de nuestra rica identidad cultural, como Gabriela Mistral o Violeta Parra. O incluso, retomar un proyecto vial que elimina la plaza.

Son intentos apresurados por definir a un nuevo Chile que aún no termina de formarse. Sabemos que el viejo orden autoritario ya no es capaz de dar legitimidad a nuestra convivencia, pero ¿qué pacto social lo reemplazará? ¿Qué símbolos conservaremos, cuáles resignificaremos y cuáles desecharemos? ¿Cómo nos aseguraremos de que las vidas humanas, esas de carne y hueso, importen más que las figuras de bronce?

No lo sabemos. Por eso, por ahora la mejor alegoría del Chile actual es la que ha quedado emplazada en el corazón de la ciudad. Vacante de cualquier símbolo. Esperando por un significado.

Un pedestal vacío.

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