Columna de María José Naudon: Que la desazón no nos paralice



Derek Bok distingue tres etapas en el desarrollo intelectual. La primera o “ignorante certeza” entiende el conocimiento como una acumulación de respuestas provistas por una fuente “oficial” (libros, líderes, etc.). La intermedia o “relativismo ingenuo”, supone tomar conciencia de que hay preguntas y problemas que no tienen una solución definitiva; para concluir, erradamente, que todo es subjetivo. En esta fase, el propio sistema de creencias alcanza rango de certeza. La última etapa o “confusión inteligente” implica ser consciente de que existen juicios y soluciones más persuasivos y mejor razonados que otros. Lo anterior, permite evaluar y decidir en ámbitos que carecen de un orden objetivo (ética, política, por ejemplo). Esta etapa va de la mano de un razonable escepticismo respecto de la propia visión de la realidad. Esto no es relativismo ingenuo, pues la persona cree, asume posturas, llega a conclusiones y actúa en función de ellas, pero no sacraliza su visión de las cosas.

Un simple paneo por la discusión política permite observar a través de estas categorías la pobreza del debate. Pensemos en el primer concepto. Si la ignorante certeza supone la existencia de un líder que entrega respuestas, el de muchos sería, sin duda, la calle o lo políticamente correcto. Una especie de sesgo cognitivo de arrastre del que es imposible desembarazarse. Sintonizar con las pulsiones de la mayoría es sin duda valioso, pero obviar el proceso racional que las canalice institucionalmente es dramático. ¿Es dable usar como argumento contra la existencia del Senado una foto de 1954 con senadores hombres, vestidos de traje y corbata? La calle grita “no queremos una sociedad patriarcal ni elitista” y con eso basta (aunque por cierto nada tenga que ver la foto, ni las demandas con la conclusión). Si buscamos otro ejemplo, el debate del quinto retiro habla por sí solo.

Respecto a la segunda. J. Sharp reduce el rol del Senado a ser “siempre una institución de resistencia de las élites”. E. Loncón hace un llamado a que no “insistan con el indigenismo porque eso es racismo”, cuando es aludida por los privilegios que los pueblos indígenas ostentan en el marco de la Convención. M. Daza, sugiere que la crítica de R. Lagos se explicaría por la mezquina intención de evitar la pérdida de su dieta presidencial. T. Marinovic califica con “visti-puntos” a sus adversarios políticos. ¿Qué hay de común en todos ellos? Frente a asuntos que resultan discutibles, confunden opiniones o juicios subjetivos con argumentación sólida y basada en estándares intelectuales. Alguien podrá retrucar sosteniendo que los dolores y conflictos que anteceden estos debates lo nublan, o que no es posible discutir cuando la contraparte no está dispuesta a oír; ambos argumentos son ciertos, pero no alcanzan para justificar lo anterior.

¿Cómo abrir la puerta a la “confusión inteligente”? Desconfiando de la retórica de la cancelación y recelando de la entronización de la agresividad disfrazada de valentía. Alejándose de descalificaciones morales y reducciones simplistas. Dejemos de preguntarnos cuándo se jodió o no se jodió Chile y apoyemos a que no se joda. Que la desazón no nos paralice.

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