Columna de Óscar Contardo: Los muertos que no importan

Los supermercados se vieron atochados antes de la cuarentena.


Tal como hace un año, el gobierno fracasó en su plan para contener la epidemia. Tal como hace un año las autoridades se felicitaban entre sí ante la prensa y respondían de mala gana a las advertencias que anunciaban la debacle inminente, repitiendo una rutina discursiva ridícula y absurda en donde lo principal quedaba desplazado por alguna frivolidad mediática: no hablemos de los 30 mil muertos, mejor hablemos de cómo la prensa extranjera reporta lo que está ocurriendo para hacernos quedar mal; no aceptemos las críticas informadas como lo que son, perspectivas que enriquecen los argumentos para tomar decisiones, mejor rechacémoslas en columnas que las ridiculicen y sostengan el relato del campeón de todas las ligas. Nadie sensato puede hablar de triunfos cuando hay un millón de contagiados y hospitales donde las morgues no dan abasto, sin embargo, este gobierno fue capaz de hacerlo.

El coronavirus no era una influenza cualquiera, como algunos sostuvieron: quienes enferman gravemente lo hacen con síntomas múltiples, agudos, que demandan cuidados extremos de personal especializado, y quienes logran recuperarse lo hacen con una cantidad de secuelas en su salud aún no identificadas del todo. Aquí las autoridades decidieron experimentar: no buscaron cortar el contagio con un confinamiento drástico y un sistema de trazabilidad efectivo que rastreara el avance del virus, lo que hicieron fue optar por la creatividad, estableciendo “cuarentenas dinámicas”, un invento que solo sirvió para que el gobierno descubriera las condiciones de vida que padece gran parte de los chilenos y chilenas: sobreviviendo en trabajos precarios, informales y habitando viviendas estrechas en barrios en donde no llegan los servicios de delivery. Para esas personas permanecer en casa significa quedarse sin ingresos, es decir, sin comida. Exigirles cuarentena sin ayuda directa es pedirles pasar hambre por el bien de su salud.

Desde hace un año las autoridades de gobierno en lugar de dar información clara entregando datos de referencias y recomendaciones de manera sistemática, han dado señales contradictorias de falsa normalidad o incluso de entusiasmo, descalificando a expertos médicos, atacando a dirigentes de la salud, a científicos e instituciones independientes que intentaban poner sobre la mesa las alertas. No hacía falta ser los mejores, sólo era necesario una conducción clara, un liderazgo responsable cuyo objetivo principal fuera salvar vidas. Todo indica que eso nunca fue así.

Hay algo, sin embargo, que no es responsabilidad del gobierno, una indolencia profunda que ha quedado demostrada en el comportamiento de miles de personas con acceso a información y medios para mantenerse en aislamiento, que han privilegiado su bienestar privado en momentos en los que habría sido necesaria otra cosa. Los atochamientos provocados por miles de santiaguinos intentando dejar la ciudad por el fin de semana largo, las largas filas para comprar pescado para el festivo, la idea de que todos y cada uno somos una situación especial que merece atención diferenciada es algo que dice mucho de nuestra convivencia. Mientras hay gente muriéndose a cada hora, y una amenaza que se extiende, muchos solo han buscado la fórmula para saltarse las reglas. No somos un pueblo solidario, somos un pueblo que se inventó en la caridad voceada con fanfarria una manera de mitigar su propia culpa frente al sufrimiento ajeno: el de los pobres, el de los enfermos, el de los castigados por alguna catástrofe. Chile no ayuda a Chile si no hay cámaras ni espectáculo en torno a la desgracia. Lo que nos mueve es la compasión, la lástima que provoca mirar a los que sufren y el ansia por ser considerados buenos en la medida en que damos alguna limosna bien publicitada. Caridad y no solidaridad, lástima por el menesteroso y no respeto por el otro como un igual que merece consideración.

Han muerto más de 30 mil personas. Morir de Covid 19 significa pasar por una agonía espantosa, tratada por un personal sanitario exhausto que ya no da más. Para muchos, demasiados, esto parece ser sólo un dato que no conmueve lo suficiente como para cancelar sus propios planes, solo es el rumor de una desgracia que no los rozará.

La pandemia llegó justo en medio de un proceso colectivo que aspira lograr una mayor igualdad entre los chilenos y chilenas, un nuevo pacto que demuestre que podemos alcanzar una convivencia más justa y digna. Todos esos discursos bienintencionados, sin embargo, quedan en entredicho cuando a la hora de exigir pequeños sacrificios individuales para resguardar el bien común, restricciones que evitarán que alguien sufra o muera, la respuesta sea una larga fila de autos escabulléndose del confinamiento. Una imagen que nos alerta que nuestra propia pequeñez nos puede conducir hacia un fracaso mayor, uno que no podremos disimular con campañas que nos alivien la mala conciencia.

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