La intensidad de Sara Crewe, la princesita




No sabría decir qué fue lo que hizo que este personaje, que conocí a mis 10 años cuando una amiga de mi mamá le relató que la película de Alfonso Cuarón era ideal para esas edades, me llamara tanto la atención. Lo cierto es que apenas escuché la conversación entre mi mamá y su amiga, le pedí que la arrendáramos en Blockbuster. Una película que se llamara La princesita era todo lo que yo sentía que necesitaba ver a esa edad. Era lo que más se alineaba a mi aun precoz visión de mundo. Quizás qué me imaginaba. Seguramente vestidos grandes, mansiones sombrías y princesas que habían tenido todo, pero que aun así estaban marcadas por una profunda tristeza y melancolía. Como lo que había visto unos meses antes cuando vi El jardín secreto, otra que me removió profundamente y cuya protagonista incomprendida, solitaria y un tanto rabiosa, Mary Lennox, hasta el día de hoy me acompaña en ciertas etapas.

Vi la película en diciembre. Aun lo recuerdo porque en mi casa ya habíamos hecho el árbol de Navidad y las luces blancas se reflejaban en la pantalla del televisor. Y supe, apenas vi a la protagonista Sara y lo amable que era, que este también sería uno de esos personajes con los que me llevaría bien. Como todas las otras que me había entregado Warner Bros. en las que la principal característica era la de haber vivido una situación muy fuerte y muy adversa para la edad que tenían. Porque podían ser malcriadas o muy amables y conscientes, pero lo que las unía era que habían sido abandonadas, que transitaban por la vida de manera solitaria, pero por sobre todo que en poco tiempo habían tenido que cambiar radicalmente sus vidas y poner en marcha un proceso de adaptación. Y por alguna razón extraña, que ya de adulta pude dilucidar en mis sesiones de terapia, esas eran las tramas que me marcaban. No era depresión, simplemente eran personas con experiencias fuertes. Esas me parecían más reales.

Mary Lennox había dejado la India cuando sus papás se murieron en un incendio. Y ahora, Sara Crewe, hija de un aristócrata británico y viudo, tenía que dejar la India para ir a un internado en Nueva York, porque su padre se ofreció voluntariamente para luchar por los británicos en la Primera Guerra Mundial.

Así, esta pequeña niñita de ojos grandes y mirada profunda –otro rasgo que compartía con Mary Lennox– llegaba con todos sus lujos y adornos al internado, bajo la instrucción de su padre de que la trataran como a una princesa. Pero ese trato se mantiene mientras el padre manda plata. Y cuando eso deja de pasar, porque sufre de un accidente en la guerra y pierde la memoria, la encargada del internado empieza a maltratar a Sara y, de un día para el otro, termina compartiendo en un ático con la criada del lugar.

Su realidad era distinta a la mía, y creo que ya era lo suficientemente grande y consciente como para entender que la vida de Sara había sido una llena de privilegios, pero no por eso una que la hubiese vuelto rígida, inflexible e inconsciente. Porque quizás lo que más me llamaba la atención era su capacidad de adaptación. Una que yo también llevaría a la práctica varios años después, cuando me cambié de ciudad, de Nueva York a Santiago, y tuve que pasar por un cambio grande –aunque no grave– en mi vida.

Quizás también lo que me removía era su perseverancia y esperanza por volver a encontrarse con su papá. Para las que hemos tenido relación más cercana con nuestra madre, esa escena final en la que el padre ve a Sara y no la reconoce, es una que nos toca una fibra y nos llega profundamente. Seguida por una en la que finalmente el padre se acuerda de ella, y muy a lo Hollywood, todo se soluciona. Lo lindo de recordar esa escena ahora, casi veinte años después, es corroborar que esa ilusión que ya no está, para mí existía, y con mucho ímpetu, a esa edad. Me alegra y me tranquiliza saber que mi yo de los 10 años creía en esos reencuentros.

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