Contra viento y marea: el amor

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Por unos segundos, gracias a Saavedra, la ilusión flota en el aire como una burbuja de fantasía: la tele no se parece, a la vida.


El amor en la tele es complejo, es extraño. Basta ver el primer capítulo de Contra viento y marea (lunes, por el prime de Canal 13) para comprobarlo. En él, una pareja se quiere casar pero no puede. Les cuesta un poco. Ella ha salido de una relación difícil, él mide menos de un metro y medio. Se conocieron por chat, se enamoraron y terminaron viviendo juntos. Él se demoró en contarle a ella cuál era su verdadero aspecto físico. Ella lo quiso tal cual era. Él se fue de su casa y ahora viven en un departamento. Tienen de mascota una poodle de color café. No les ha ido mal pero tampoco demasiado bien. Por eso quieren casarse pues aspiran a romper el ciclo, corregir errores, ir hacia delante.

Pero hay problemas. El programa consiste en eso, en cómo los superan. A ella la odia la suegra, que ha perdido dos hijos y un marido y no quiere que su niño sufra de algún modo. Entonces llega Francico Saavedra y acompaña a la pareja en los preparativos de la boda. Es lo que hace el programa: convertir las vidas en crisis en una cuenta regresiva que puede vislumbrarse como una fábula que va a tener un final feliz. O no tanto, pues en lo que vemos todo es complejo y está lleno de acusaciones cruzadas y de traumas apenas verbalizados: a las aprensiones de la suegra se suma el hecho de que el novio ha engañado a la novia ya tres veces.

Y Saavedra los acompaña. Saavedra es Saavedra; un encantador animal televisivo que se mete en su vida y quizás los salva de sí mismos. Ese es el sentido del programa: ver cómo él entra en las vidas ajenas para transformarlas. Tiene sentido, es tan transparente como empático, puede ser un amigo severo pero también un ángel de la guarda, alguien que ríe y llora mientras los días avanzan hasta el fin del plazo fatal. Vemos de este modo, los preparativos de la fiesta mientras los escuchamos a ambos y todas esas confesiones cruzadas en los momentos en que van por el vestido de boda, en que prueban el menú, en que tratan de ordenarlo todo. Él llora a veces, es de lágrima fácil. Ella es más estoica. Lo ha tenido difícil, el casamiento supone la promesa de una vida nueva. Saavedra permite que miremos todo eso de soslayo, vislumbrando las leves fisuras de un mundo que puede llegar a desmoronarse en cualquier momento. Pero Saavedra no los deja romperse, no lo permite, en un momento pasa a ser parte de la familia.

El día de la boda todo se vuelve más tenso, todo está al borde de irse al carajo: ella se demora más de la cuenta en llegar al lugar, queda atrapada en un taco por culpa de una marcha, el juez del registro civil quiere irse. Mientras, el novio se emociona de nuevo. Piensa en sus familiares que no están. Saavedra trata de salvar la situación, hace hora, convence al juez de esperar un poco más, lo detiene con sus ruegos. El hombre se pasea nervioso: lo están filmando. En ese momento, ella llega. Ha cruzado la ciudad con el alma en vilo. Entonces, se casan finalmente. Él llora de nuevo. Ella sostiene a la perrita poodle en brazos. Hay un final feliz y Francisco Saavedra llora también; sus lágrimas verdaderas. Ha triunfado. Lo ha conseguido. La televisión ha salvado a la pareja, ha logrado que se sobrepongan al drama y al miedo.

Así, Contra viento y marea termina con una fiesta. Saavedra ya es parte de la familia, en el mundo falso de la tevé, él luce como algo real, es un héroe secreto hecho de sentido común. Cerramos entonces las imágenes de la fiesta, con pura reconciliación familiar, con la suegra que acepta a la nuera, con el baile y un futuro que se despliega en medio de la celebración. Por unos segundos, gracias a Saavedra, la ilusión flota en el aire como una burbuja de fantasía: la tele no se parece, a la vida.

Es la vida.

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