Culto

Las calles de San Francisco: un relato de Jaime Bayly

Una tarde particularmente memorable nos aventuramos hasta Sausalito, cruzando el Golden Gate, un balneario boscoso del que guardaba los mejores recuerdos, pues lo había recorrido años atrás, buscando el espíritu de Isabel Allende. Mi esposa y nuestra hija quedaron deslumbradas con Sausalito.

Las calles de San Francisco: un relato de Jaime Bayly

Mi esposa viajera y nuestra bella hija adolescente que está de vacaciones en el colegio no conocían San Francisco y por eso yo, que soy su agente de viajes y también su dócil mascota, las invité encantado a la costa oeste.

No era solo el descubrimiento de San Francisco lo que excitaba la imaginación de las mujeres que gobiernan mi vida. También les hacía ilusión escapar del calor abrasador de la isla en Miami a la que llamamos nuestra casa. Siendo principios de agosto, Miami bordeaba los cuarenta grados centígrados, un aire pesado, húmedo, irrespirable, mientras San Francisco ofrecía una temperatura perfecta de quince grados.

En teoría, el vuelo debía robarnos seis horas en las que seríamos rehenes de la aerolínea, pero, en la práctica, duró ocho, porque salió con dos horas de retraso, mientras los pasajeros, despojados ya de nuestras libertades, agonizábamos en la puerta de embarque, los afortunados sentados en asientos, los desafortunados tirados en el piso, como nosotros. Cada media hora, la mujer uniformada de la aerolínea nos recordaba la insólita razón de la demora: el capitán del vuelo no había llegado. Cuando por fin apareció, fue recibido entre aplausos, como un héroe tardío. Cómo podía sorprendernos que aquella aerolínea despegara con horas de retraso, si la puntualidad no suele adornar sus vuelos.

A pesar de que me encontraba sentado en la primera fila, suerte la mía, las posaderas me dolieron las seis horas de vuelo, especialmente las dos últimas. Debe de ser que estoy subido de peso. También es posible que mis nalgas ya lánguidas protesten porque las he hecho viajar mucho. Antes había aviones más cómodos y espaciosos que volaban de costa a costa, pero ahora son pequeños e incómodos, con asientos que no reclinan y sin oferta de películas. Sin embargo, había servicio de internet todo el vuelo, lo que compensó en parte las incomodidades.

Nos sorprendió gratamente la belleza del aeropuerto de San Francisco y, en particular, el aire fresco y hasta levemente frío, apenas salimos acompañados de un chofer brasileño que nos llevó al hotel. Nos impresionó que el verano de San Francisco fuese más frío que el invierno de Miami. Celebramos haber llegado a una ciudad que, a diferencia de nuestra casa, no era una sauna con mosquitos.

Sin duda fue un acierto alquilar una camioneta para pasear por la ciudad. En mis anteriores visitas, la había recorrido en tranvía, o en taxi, o andando, y en esta ocasión fue mejor hacerlo en un coche. Mis mujeres quedaron deslumbradas con las calles empinadas, de subidas y bajadas pronunciadas, las “crooked streets”, o calles torcidas, tanto en Russian Hill como en Pacific Heights. Cada tanto nos deteníamos, celebrábamos el buen tiempo, un sol espléndido y una brisa fresca, nos hacíamos fotos y decíamos que San Francisco, en agosto, parecía el paraíso. No había hordas de turistas, ni tráfico denso, ni casi peatones, y a menudo pasaban los autos robóticos, blancos, sin piloto, con una o dos personas sentadas en el asiento trasero, lo que no dejaba de maravillarnos.

El parque más bonito de la ciudad nos pareció el Alta Plaza, donde había numerosos perros mimados, con unas vistas hermosas a la bahía y a la prisión cerrada del Alcatraz. Los mejores restaurantes de Pacific Heights, donde almorzamos cada tarde a la una hora local, fueron Little Original Joe’s, en la calle Chestnut, y The Tailor’s Son, en la esquina de las calles Fillmore y California.

Una tarde particularmente memorable nos aventuramos hasta Sausalito, cruzando el Golden Gate, un balneario boscoso del que guardaba los mejores recuerdos, pues lo había recorrido años atrás, buscando el espíritu de Isabel Allende. Mi esposa y nuestra hija quedaron deslumbradas con Sausalito. Caminamos por el malecón, compré sombreros y comimos en un restaurante italiano, Poggio, que nos pareció notable. Bobo y sentimental como soy, quería comprar una casita en Sausalito y pasar los veranos allí, pero mis chicas, más juiciosas, me disuadieron e hicieron entrar en razón. De Sausalito nos fuimos con la felicidad de haber compartido un pequeño secreto al que solo llegan los viajeros infatigables: el que no va, no ve.

Solo tuve dos tropiezos en San Francisco, antes de manejar hasta Palo Alto. El primero: la conserjería del hotel nos recomendó un restaurante italiano, Fino, que no nos gustó, pues está en un barrio desangelado y hasta peligroso, y el local es pequeño, ruidoso y no hace honor a su nombre, así que nos fuimos buscando mejor suerte hasta hallarla en otro italiano, de nombre Frascati, austero y, a la vez, estimable. El segundo fiasco fue uno de salud: como seguía tosiendo después de seis semanas, y el pecho me dolía, me deslicé al cuarto de vapor del spa y sudé muchísimo durante una hora, en tres sesiones, tratando de aniquilar a los agentes perniciosos que, acampados en mis vías respiratorias, provocan la tos odiosa. Fui imprudente, sin embargo, pues pasé demasiado tiempo en la cámara de vapor, y luego quedé tan débil, tan deshidratado, que a duras penas podía caminar y, zigzagueando, parecía un borracho. Tan cansado me encontraba aquella noche que no podía conciliar el sueño, lección aprendida.

Luego manejamos una hora al sur, hasta Palo Alto, un pueblo maravilloso donde dormimos tres noches, en la misma cadena de hoteles que elegimos en San Francisco. Yo quería conocer la casa en la que vivió Steve Jobs, el genio que fundó Apple. Nos hicimos fotos en la fachada la que fue su casa de dos pisos, con chimenea, en la calle Waverley al 2101. No había turistas, nadie más haciéndose fotos. La propiedad lucía en perfecto estado, con amplia y bien recortada vegetación encubriéndola parcialmente, y daba la impresión de estar vacía, deshabitada. Pensé que deberían convertirla en un museo. También fuimos a un restaurante mediterráneo de Palo Alto, Evvia Estiatorio, donde Jobs, ya rico y famoso, conoció a su padre biológico que lo abandonó cuando él era un bebé, un señor de origen sirio, musulmán, que era camarero de aquel restaurante, llamado Abdul Fatah Jandali, quien hizo el peor negocio de su vida al darle la espalda a su hijo que acabó llamándose Steve Jobs, pues fue adoptado por Paul y Clara Jobs, cuando pudo haberse llamado Abdul Fatah Jandali junior. Steve Jobs murió joven, con apenas cincuenta y seis años, y su padre biológico, Jandali, sigue vivo, con noventa y cuatro.

Palo Alto es otro secreto escondido que conviene descubrir, pues sus calles son tranquilas, apacibles, arboladas, y el clima en verano no podría ser más agradable, y las casas no llegan a ser mansiones como las de Beverly Hills, pues son elegantes sin ser ostentosas. El pueblo está rodeado de excelentes restaurantes y tiendas de calidad. Siendo agosto, la universidad vecina, Stanford, cuyo campus es inmenso y deslumbrante, está de vacaciones, y cada tanto pasa alguien en bicicleta o en patinete. No digo una primicia si recomiendo comer en Nobu, en Zola y en Quattro. Una tarde les anuncié a mis chicas “esta noche vamos a comer en Quattro” y ambas soltaron una carcajada que tardé en comprender.

Antes de volar de regreso al calor agobiante de la costa este, nos dirigimos al sur, a un pueblo llamado Mountain Valley, pues nos habían invitado a un restaurante de comida peruana llamado Limón. Quedamos muy impresionados con la excelencia de la comida y del servicio. Nos pareció el mejor restaurante de San Francisco y alrededores, un triunfo absoluto el de Limón. Mi esposa pidió leche de tigre y lomo saltado, y mi hija y yo pedimos pollo a la brasa con yucas y plátanos fritos, unos sabores inenarrables que nos devolvieron a los años peruanos. Mejor aún, bebimos una chicha morada deliciosa. Fue una noche espléndida, que no olvidaremos, pues el dueño, Martín Castillo, un peruano laborioso y encantador, quien llegó hace poco más de veinte años a San Francisco, soñando con ser futbolista profesional, es ahora, junto con sus dos hermanos, un empresario de admirable éxito, dueños los hermanos Castillo de seis restaurantes Limón en todo San Francisco y pueblos cercanos. El local estaba desbordado de gente, la comida era fantástica y nuestros anfitriones, tanto Martín como su jefe de prensa Jorge Duque y su camarera Anita, colega periodista colombiana, nos regalaron una noche memorable.

Toca ahora volver a casa, rezando para que el vuelo salga puntualmente y no castigue mis ya dolientes posaderas. Con suerte, regresaremos el próximo verano para visitar los viñedos de Napa Valley. Nos llevamos a San Francisco y Palo Alto en el corazón.

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