Carmen Luz Parot: El fin del miedo

A la periodista y documentalista, el Covid-19 la agarró fuerte a inicios de la pandemia. Aun vive las consecuencias, pero también las transformaciones que decidió para su vida. Este es su testimonio.


Me preguntan las consecuencias que tuvo en mi vida haber enfermado de COVID. Me contagié cuando recién empezaba a propagarse, cuando la gente no conocía bien los síntomas y hacía chistes con recetas de sopa de murciélago. Calculo que fue en el aeropuerto de Madrid: para mí, fumadora por 30 años y ex diabética gestacional la cosa se puso fea.

Sentí que mis pulmones ardían. Pasé el virus en casa ya que en ese tiempo el gobierno británico, país donde vivo hace cuatro años, evitaba que la gente fuera al hospital y no había exámenes disponibles. La prioridad era mantener a flote la economía así que el remedio propuesto era hacernos resistentes al virus promoviendo la inmunidad de rebaño. Mientras trataban de tapar el sol con un dedo, el Primer Ministro se enfermó seriamente y junto con él su pareja embarazada. Allí las cosas cambiaron, la gente tuvo acceso al examen y los cifras de enfermos se sinceraron: se fueron a las nubes.

Algo similar ocurrió en todo el mundo. Una artificial discusión sobre si debíamos elegir entre la economía o la vida, como si ese empate fuera posible. La realidad demostró una vez más que la vida siempre es lo que debe defenderse. Y que nada, nada justifica la muerte de una persona. Mirado en retrospectiva, no es casual que este mismo principio que fue roto en Chile por una elite conservadora y chabacana hace casi 50 años volvió a hacerse relevante en octubre, cuando en medio de la pandemia millones de personas salimos a votar para romper esa maldición: 78% dijo Apruebo y que ya no tiene miedo.

Yo ya no tengo miedo. El mundo está cambiando y yo también cambio con él. El virus me dejó con secuelas, intensos dolores musculares y en las articulaciones (todavía hoy me duele ponerme un pantalón) y una conjuntivitis que va y vuelve y que antes no tenía. Pero las consecuencias más transformadoras que tuvo el coronavirus en mí no fueron puramente físicas sino que también personales. La primera de ellas fue que después de 30 años dejé de fumar. El coronavirus me hizo tener conciencia de la fragilidad de mis pulmones. El sistema de salud público me asignó una doctora, Yadira, de la que me convertí en amiga, que semanalmente me llamaba por teléfono para ayudarme durante el proceso. Cuando el sistema de salud es público, prevenir los gastos de una enfermedad futura es el objetivo primordial. En Chile un enfermo es un cliente, y entre mas clientes, más ganancias.

Dejar de fumar me dejó fuera de ese backstage fascinante para una documentalista como yo. No más cigarrillos y salidas al frío a fumar y a conversar con otros fumadores. Cuántos amigos insospechados me gané de esa manera. Pero también fue una revelación. A mis 50 no me interesa ser esa mujer ansiosa que fuma como Greta Garbo; me interesa estar lo más sana posible para no olvidarme de todo lo que he aprendido y visto. El encierro me enseñó que no necesitamos tantas cosas complicadas y que una buena vida es una donde la educación y la salud estén garantizadas.

Mi padre, poeta y cineasta, murió de cáncer hace 30 años, sin previsión ni tratamiento alguno. Lo perdió todo y yo crecí como todos los chilenos con “un miedo inconcebible” a ese vacío sin red de protección en el país del capitalismo salvaje. La experiencia hoy de vivir en un país donde tu hijo recibe una buena educación de calidad gratuita y que si uno se enferma no queda en la bancarrota produce algo parecido a la felicidad, o al menos, un alivio que permite construir la vida que uno quiere.

Llegamos a vivir a Londres pensando que sería solo “por un año”. Ese año fue por los estudios de master de mi marido Gonzalo Maza, guionista. Por si se lo preguntan, Becas Chile no patrocinó este viaje. Solo el esfuerzo y ánimo de empezar una carrera para escribir en otro idioma fue su motor, y nosotros como familia apañamos. Y en estos cuatros años, Inglaterra nos ha enseñado una cara de una sociedad que en Chile es inexistente. Una sociedad que cree en las libertades personales y el mérito, pero también en tener al capital bajo constante escrutinio. Nos miramos con incredulidad la primera vez que escuchamos a Theresa May hablar que la tarea prioritaria de su gobierno sería “controlar los abusos de las empresas” sin ser catalogada de comunista. Un país que aprobó el aborto hace décadas y donde un millonario no puede saltarse la fila para recibir la vacuna del coronavirus y donde las empresas tienen obligación de dar buenos servicios. Un país donde hay un acuerdo básico y mínimo de valores que hacen posible la convivencia. Uno se asombra al descubrir que hace unos años, la aprobación del matrimonio homosexual en Reino Unido fue una causa empujada por el partido Conservador como una táctica para disociarse (al menos, en ese momento) de la que ellos mismos llamaban “la derecha tóxica”, una derecha racista y homofóbica. Qué ganas de observar que en Chile la derecha decidiera arrinconar su toxicidad y alejarse del pinochetismo, el racismo anti-mapuche y de la impunidad de quienes los financian. Seríamos definitivamente un país distinto.

Con una mascarilla que dice Apruebo.

De hecho, ese pinochetismo era lo que estaba estudiando antes de que llegara el 2020. Antes de que comenzara la pandemia me encontraba realizando un documental sobre el arresto de Pinochet en Londres y su impune regreso. El confinamiento impidió seguir grabando, cerró la productora con la que estaba trabajando pero peor aún a mediados de año se llevó a una de las figuras claves de esa historia y quien pensaba que sería el protagonista de esa película. Cuando falleció el abogado y ex director de Amnesty International Andrew McEntee, a quien Chile le debe mucho, estuve varias semanas desconsolada. Una parte de nuestra historia se me iba de las manos, y yo, la responsable de registrarlo, había fallado.

Salí de esa tristeza por un camino lateral inesperado: reflexionando sobre aquellas cosas que siempre me dieron felicidad. Me di cuenta que como temprana huérfana de ambos padres, nunca tuve realmente una mesa familiar. Como bien saben nuestros amigos, reunirlos alrededor de una mesa siempre ha estado entre mis alegrías. Cocinar me sacaría de esto, me dije, y postulé un centenario college londinense para estudiar lo necesario para transformarse en chef. Mi lógica interna fue que si quería encontrar un trabajo aquí ese sería el lugar donde no me sentiría una extraña. Aunque eran pocos los cupos y me impuso desafíos como tener que escribir largos informes semanales en inglés, logré entrar y egresar victoriosa. La mayoría de mis compañeros de curso resultaron ser mucho menores que yo, jóvenes que habían trabajado en restaurantes pero ahora estaban cesante. Como en todas partes, muchas tiendas y restaurantes no han podido sortear la cuarentena y han cerrado para siempre.

Como ellos espero que esta pandemia termine y las cosas no vuelvan a la antigua normalidad. Ahora que vienen grandes cambios en Chile, me quedo con la reflexión de una amiga británica, y que vivió una temporada en una comuna interior de la Quinta Región. Me dijo: “Yo me hubiera quedado a vivir encantada en Chile. Acá está todo hecho, allá está todo por hacer”. Esa frase es cierta, y creo que resume lo que sentimos quienes vivimos afuera y queremos volver cuando todo esto pase.

Reunir a sus amigos en la mesa la hace feliz. Por eso, decidió entrar a estudiar a una academia para convertise en chef.

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