Columna de Ascanio Cavallo: La corrupción galopa



En los últimos 10 años, Chile retrocedió siete puntos en el Índice de Corrupción Percibida de Transparencia Internacional, una cifra que se obtiene de encuestas y opiniones de expertos y que busca reflejar el juicio que los países tienen de sí mismos. Chile sigue siendo una excepción en Sudamérica, donde sólo se libran también Uruguay y la Guyana Francesa. Pero con 16 puntos menos, pasaría a inscribirse en el primer nivel de países corruptos, junto con, por ejemplo, Arabia Saudita, Grecia o Fiji.

Hay que decir que tres continentes, África, Asia y Sudamérica -es decir, la mayor parte del mundo- están afectados por diversos grados de corrupción. Los niveles más graves se registran en Yemen, Somalia, Turkmenistán, Siria, Libia y Venezuela, entre algunos otros. Y también hay que decir que Transparencia Internacional define la corrupción como “el uso indebido del poder público para beneficio privado”, aunque son cada vez más los países -sobre todo en Occidente- que incorporan también los tratos indebidos entre privados. Chile se sumó a esta tendencia al promulgar una ley sobre cohecho entre privados.

La corrupción adopta formas y métodos virtualmente infinitos; tiene la velocidad y la agilidad de un corcel. No es raro que las legislaciones vayan por detrás y que, en ciertos casos, las leyes que la combaten generen nuevas oportunidades. Por ejemplo, el castigo al financiamiento de la política por parte de las empresas se convirtió, después de los escándalos de Penta y Soquimich, en el financiamiento a través de fundaciones y otras ONG.

En realidad, la corrupción puede definirse como el deterioro (según el término que utiliza la RAE) de la honestidad. La misma palabra es una metáfora de la descomposición orgánica. Esto es, en realidad, lo que la hace tan importante. Un incremento en la corrupción significa el deterioro de la cultura social y, por lo tanto, es inevitable que pase de las personas a las instituciones, y viceversa, no importa cuáles sean sus rasgos o calificaciones. La cultura es más determinante que el sistema socioeconómico o que el régimen político, por lo tanto, el deterioro de la educación se parece a una coima futura a gran escala. Una de las degradaciones extremas se encuentra en el nombramiento de autoridades que no responden a un grupo ideológico o a un partido político, sino a la elección personal de un superior (un abogado lo llama “cultura del achichincle”), con el solo fin de que lo sirva en forma también personal. Con cierta razón, una mayoría de los chilenos dice que los actos de corrupción que ha presenciado son del tipo “tráfico de influencias”.

Una encuesta reciente de Criteria muestra que un 90% piensa que la corrupción en Chile es “un problema muy grave”, y un 85%, que “ha aumentado en el último tiempo”. También un 85% piensa que los organismos públicos son “muy o bastante corruptos”, casi 20 puntos más que en el 2020. Otra encuesta del 2023, de Libertad y Desarrollo, marcaba el comienzo de la escalada en el 2019, aunque también registraba fuertes alzas en el 2015 y 2016.

Tanto estas encuestas como un extendido consenso entre los especialistas identifican los más altos niveles de corrupción en las municipalidades. Este es un diagnóstico asentado desde las primeras comisiones de probidad establecidas en democracia, pero muy poco se ha podido hacer para combatirla estructuralmente. A pesar de que existen 16 contralorías regionales, con bastantes grados de autonomía respecto de la Contraloría General, se trata de aparatos institucionales débiles, con escasez de personal y sujetos a un intenso esfuerzo de cooptación por parte de otras instituciones locales (por ejemplo, las universidades), tanto sobre sus autoridades como sobre sus funcionarios.

Algunas muestras sugieren que detrás de las municipalidades van los gobiernos regionales, pero esa institucionalidad es demasiado nueva como para evaluarla en forma seria.

El Análisis de Coyuntura Regulatoria difundido esta semana por el estudio de abogados Álvarez & Jordán recuerda que las reglas sirven para indicar el límite en que un sistema “acepta que más allá de él se ha perdido la honradez”. Si el Estado permite esto, “carece de legitimación elemental”, una frase que obliga a recordar que hasta hubo imperios que se derrumbaron por la corrupción. La situación de Chile ¿se puede juzgar sin dramatismo cuando una de las principales instituciones, el Poder Judicial, admite que hay zonas “de opacidad” en sus nombramientos, después de presenciar un despliegue de jueces activistas, dudosos o incompetentes?

El análisis propone cambios institucionales de gran magnitud, que considera imperiosos: autonomía del Consejo para la Transparencia, el Consejo de Defensa del Estado y el Servicio de Impuestos Internos; nueva gobernanza para el Poder Judicial y para la Contraloría, y actualización de la ley de lobby.

Sin embargo, los ciudadanos tienen también bastante que decir; una de las fortalezas teóricas de la democracia es que no son únicamente víctimas. Especialmente desde el miércoles, cuando la inscripción de primarias dio inicio oficial a la carrera para las elecciones municipales y de gobernadores. Sería un contrasentido que aquellas autoridades locales asociadas con algún grado de corrupción sean reelegidas para seguir sentadas sobre el botín.

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